18 de septiembre de 2014

Hablaba bonito

Hablaba bonito. Y no solo era la voz, sino el tono, la expresión, la entonación y las curvas le sonaban en el canto hablado. Hablaba elegantemente, con cuidado y suavidad. Terciopelo era su hablar. Era precavida y se fijaba, quizás inconscientemente, en ser dulce y cariñosa para acariciar el oído con su voz.

Tenía una voz suave, ni muy grave ni muy aguda, y mataba el matiz de ser chillona solo Dios sabe cómo. Era una voz mate, pero brillante. Una voz que, aunque tímida, la más bonita de todas. Una voz que, de ser un murmullo en una multitud ruidosa, de ser un pequeño hilo de sonido en un alboroto de máquinas industriales, de ser así incluso el sonido de la guadaña que arrastra la túnica negra, buscaría incesantemente hasta encontrarla. Hasta escucharla. Y flotar en el tiempo con ella.

Era bonita en la forma. Adoraba cómo silbaba las eses, con suavidad, como un susurro. Sonando solas cada segundo, en cada palabra, deslizándose entre los labios, entre los dientes... suavemente. No molestaban, al contrario: agradaban. Eran unas eses dóciles. Fáciles de escuchar y que evocaban tranquilidad. Serenas.

Bonitas eran sus erres, también. Eran unas erres raras. Como voluptuosas, como grandes y pomposas, como agradables y dulces. Graciosas y juguetonas. Raras. Pero bonitas. Sonaban a /gr/. Acariciaban el oído; acariciaban la piel. Eran unas erres mimosas, cariñosas. Un sonido para nada violento ni agresivo, al contrario: atrayente.

Su voz y su forma de hablar la hicieron completa por completo para mí. No conozco su cara, sus ojos, sus labios ni su nombre. Pero conozco su voz. Y por su voz la conozco a ella, por su singular y perfecta voz. Por su voz inmortalizada en mi mente, en mi pensamiento. Su voz que me duró unos minutos completamente eternos pero que, llegado el momento tocaron a su fin dejando paso a su vorazmente bonito recuerdo.


Aquella su voznita.

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