Hablaba bonito. Y no solo
era la voz, sino el tono, la expresión, la entonación y las curvas
le sonaban en el canto hablado. Hablaba elegantemente, con cuidado y
suavidad. Terciopelo era su hablar. Era precavida y se fijaba, quizás
inconscientemente, en ser dulce y cariñosa para acariciar el oído
con su voz.
Tenía una voz suave, ni
muy grave ni muy aguda, y mataba el matiz de ser chillona solo Dios
sabe cómo. Era una voz mate, pero brillante. Una voz que, aunque
tímida, la más bonita de todas. Una voz que, de ser un murmullo en
una multitud ruidosa, de ser un pequeño hilo de sonido en un
alboroto de máquinas industriales, de ser así incluso el sonido de
la guadaña que arrastra la túnica negra, buscaría incesantemente
hasta encontrarla. Hasta escucharla. Y flotar en el tiempo con ella.
Era bonita en la forma.
Adoraba cómo silbaba las eses, con suavidad, como un susurro.
Sonando solas cada segundo, en cada palabra, deslizándose entre los
labios, entre los dientes... suavemente. No molestaban, al contrario:
agradaban. Eran unas eses dóciles. Fáciles de escuchar y que
evocaban tranquilidad. Serenas.
Bonitas eran sus erres,
también. Eran unas erres raras. Como voluptuosas, como grandes y
pomposas, como agradables y dulces. Graciosas y juguetonas. Raras.
Pero bonitas. Sonaban a /gr/.
Acariciaban el oído; acariciaban la piel. Eran unas erres mimosas,
cariñosas. Un sonido para nada violento ni agresivo, al contrario:
atrayente.
Su
voz y su forma de hablar la hicieron completa por completo para mí.
No conozco su cara, sus ojos, sus labios ni su nombre. Pero conozco
su voz. Y por su voz la conozco a ella, por su singular y perfecta
voz. Por su voz inmortalizada en mi mente, en mi pensamiento. Su voz
que me duró unos minutos completamente eternos pero que, llegado el
momento tocaron a su fin dejando paso a su vorazmente bonito
recuerdo.
Aquella
su voznita.
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