Llegó,
por fin, al lugar en el que habían acordado encontrarse. Resultó
ser el mismo sitio en el que habían quedado tiempo atrás la primera
vez que se llamaron sabiendo que se gustaban. Se acercó, se aproximó
suavemente por detrás y se sentó a su lado. No le dirigió una
mirada, ni una palabra, simplemente se sentó a su lado. Tanto tiempo
hacía ya que no se veían... Se sentó a su lado y dejó
volar una cadencia de silencio dulce.
- Nunca antes había
visto una chica tan hermosa – dijo él volviéndose a enamorar.
Ella no le contestó,
solamente escuchó su grave y aterciopelada voz acariciándole los
oídos. Mas sus mejillas sí se sobresaltaron. Cerró sus ojos de
azabache, sus pequeñas ventanas al mundo, y planeó en su
imaginación; creó un mundo entero con él, un lugar de los dos,
solamente para ellos. Él acercó su mano en un momento infinito,
esperando el conocido tacto de las de ella, de sus delicados dedos
finos, de su piel. Duró toda una vida, aquel instante, toda una vida
de un momento. Toda una vida llena de fuego interior, rebosante de
ganas de acabarla, de morir y pasar a la siguiente. En el límite de
ese tiempo, tocó su mano, sintió maravillosamente el tacto de su
piel, de sus dedos, y un rayo con su trueno recorrió su cuerpo
resucitándolo, devolviéndolo a lo que realmente era vivir, ser.
Volvió a sentir de nuevo, tardando una minúscula fracción de
segundo; él acababa de volver a sí mismo gracias a ella y el tacto
de su mano: ella, con su mano y sin darse cuenta, lo había traído
de vuelta.